Por Katiana Murillo. Costa Rica.
Cuando los uruguayos hablan de un viaje de ida es porque no hay vuelta atrás. Y así pasa con el Cabo Polonio: un sitio lejano, ya de por sí en una tierra muy al sur del continente, pero tan cautivante al punto de que es imposible no regresar.
Ya al sur había ido por amor y trabajo, pero el punto de no retorno sería en realidad otro y no solo para mí.
Llegar al Polonio en todo caso lleva su tiempo: es un viaje de unas cinco horas desde Montevideo por la costa, cuyo trayecto final del recorrido es indispensable hacerlo en un camión todo terreno que se desdobla en montículos de arena hasta que, allá, en el horizonte, como una aparición entre la bruma rojiza del atardecer, aparece un pueblo de casitas blancas coronado por un faro donde los lobos marinos retozan entre las piedras.
Es la llamada Playa Sur, cuya arena es blanca finísima y con un sol que se pone en el mar inyectando el cielo con tonos rosa salpicados con un amarillo intenso.
El camión hace su última parada en el centro del pueblo, donde casas, bares, tiendas y hospedajes tienen algo en común: son pequeños y sencillos, ni siquiera hay electricidad, pocos años atrás la iluminación era a pura candela, ahora hay baterías solares. Una ducha es un lujo, lo común es utilizar un balde que se sube y baja a pura cuerda con una palanca que deja entrar más o menos agua por agujeritos al estilo de una regadera grande; y si se quiere agua tibia, hay que calentar alguna cafetera con gas. Y así había que hacerlo en la casa que había alquilado con unos amigos uruguayos. Resultaba divertisísimo.
El pueblo también es multicolor y sus noches de verano son vivas y bohemias, llena de músicas lejanas y cercanas, mucha guitarra y tambor. Se despliega hacia el norte hasta la Playa de la Calavera, la contrapuesta a la Playa Sur, aquella en la que el sol se levanta. Para mí son las playas del sol y de la luna, cada una con su astro respectivo y a pocos pasos una de la otra. Ambas son larguísimas, para perderse a voluntad.
La de la Calavera tiene dunas enormes de color oro y, si se va más allá, luego de 7 kilómetros caminando entre arenas, playitas desiertas y restos de naufragios, se llega hasta Barra de Valizas, una playa de pescadores, artesanos y mucha movida, dirían los uruguayos, con dunas aún más elevadas, la más imponente de hasta 40 metros al pie de un arroyo.
El cerro Buena Vista, un promontorio de arenas y piedras gigantes de formas caprichosas, también sobresale en ese fascinante paisaje árido. Uruguay es tan plano que todo lo que se eleve un poco termina siendo un cerro. Y si no fuera porque de vez en cuando aparece por ahí alguna vaca, da la sensación de estar en algún punto del Sahara.
Estaba por primera vez en el Parque Nacional Cabo Polonio, era verano y justo en la semana de la luna llena de enero. Para el día en que la luna se exhibiría completamente redonda en su playa, estaba programada una caminata por la playa que pasaría por el Cerro Buena Vista y terminaría en Valizas y su duna gigante. Ya había hecho todo el recorrido de día, ida y vuelta, bajo un sol más que abrasador en parajes sin opción de sombra alguna, y de noche se me antojaba que sería un viaje mucho más místico y llevadero.
El sol se había puesto a las 8 p.m. y la playa estaba oscura, no había ni trazas de la luna. Lo que sí sucedía es que se aglomeraba cada vez más gente, ya eran cientos de personas, todas abrigadas en una noche que en todo caso no era tan fría como de costumbre, esperando a que el astro luminoso hiciera su aparición.
A las 9 p.m. en punto empezó a iluminarse el cielo y hubo una ovación. Era como si ahora pudiese comenzar el baile porque la anfitriona finalmente había llegado y además iluminada de un blanco intenso sobre las olas. Fue así como hordas de gente, incluyéndome a mí y un par de amigas, comenzamos a caminar. Solo recorrer la playa iba a tomar unos 4 kilómetros.
Todavía la luna no estaba en un punto tal que permitiera la mejor visión, por lo que era posible pisar lo que fuera, incluyendo las medusas que el día anterior arribaron en oleadas y quedaron varadas en la arena. También había uno que otro lobo marino muerto en la playa.
Fue así como resbalando entre medusas, aguantando de vez en cuando el tufo en descomposición de algún mamífero marino, tratando de caminar con dificultad entre arena cada vez más grumosa y ensordecida por el murmullo de la multitud de caminantes, finalmente abandoné la idea de continuar y la cambié por una mejor. Ya mis amigas habían desertado hacía rato.
Regresé hasta las dunas, subí hasta la más alta, extendí mi pareo de colores del Caribe y me senté a ver la luna con una soledad y silencio sobrecogedores pero ansiados también. De todas formas, la luna seguía conmigo, con un reflejo de luz cada vez más ancho iluminando ese rincón del Atlántico sur.
Ya pasaba la medianoche cuando regresé al pueblo adoptada por un grupo de chavalos jóvenes que pasaban al pie de la duna y también habían decidido desertar de la caminata. “Qué bien que sos de Costa Rica, mis padres están justo ahí ahora”, me dice uno. Ya me había pasado que termina siendo curioso explicar por qué una tica, con esas playas que tiene Costa Rica, andaba dando vueltas por esos lares.
Al día siguiente, todavía adormecida por la transnochada con la luna, me fui a un abastecedor a comprar unas naranjas para el desayuno. Andaba tan lenta que no me di cuenta de que estaba pagando con monedas argentinas y un euro. Escuché a alguien detrás en la cola que me decía: “a mí me pasa todo el tiempo en Costa Rica”.
“¡¿Qué?!, ¡no puede ser que haya un tico aquí!”, fue lo primero que se me vino a la cabeza. Efectivamente así era. Era un moreno joven, con ese acento inconfundible, quien resultó además cantautor y uno de esos ciudadanos del mundo, como a mí misma me suele pasar, que no soy de aquí ni de allá, sino de todas partes.
Se llama Jona Méndez y hace años que va al Cabo Polonio, incluso tiene el faro tatuado en una pierna. Jorge Drexler, el conocido músico y compositor uruguayo, a quien conoce desde hace una década cuando Jona apenas daba sus primeros pasos en la música, fue el que le habló del lugar, lo inspiró a viajar, a leer y vaticinó que terminaría yendo al Polonio.
No se equivocó. Cuando va al Cabo Polonio toca en Mucho Bueno, un bar-restaurante muy popular, cuyo nombre es señal de que algún gringo pasó por ahí tratando de hablar español y le gustó. Su música es muy gustada, con una variedad de estilos, como funk y pop, y temas de la vida, incluyendo al mismo Cabo.
Nos encontramos justo el día antes de regresar, yo para Montevideo y él a Puerto Viejo de Limón para tocar en la boda de un amigo. Ahora definitivamente ya tenemos algo en común: un viaje al Cabo Polonio que es solo de ida.